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Lo abyecto en la visión crítica del mundo narrativo de Mariana en la Tigrera de Ana María Rodas

Por María del Carmen Pérez Cuadra
Hay en la abyección, una de esas violentas y oscuras rebeldías del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece de un afuera o de un adentro exorbitante, expulsado más allá de lo posible, lo tolerable, lo pensable. Está allí, próximo pero inasimilable. Solicita, inquieta, fascina al deseo que sin embargo no se deja seducir. Atemorizado, se aparta. Asqueado, rechaza.
Julia Kristeva, 1998


Ana María Rodas (Guatemala 1937) en su libro de narraciones cortas Mariana en la tigrera (1996) revisa las tradiciones patriarcales con una mirada crítica que (re)considera a las mujeres entre los agentes que crean, propician o resguardan los factores de la violencia, el maltrato intrafamiliar y el maltrato sicológico en el hogar. Sobre todo cuestiona la continuidad del incesto como práctica resguardada o cimentada por las mismas mujeres. El propósito en este escrito es demostrar cómo se usa en el discurso narrativo de Rodas la noción de consentimiento (consent) y cómo lo monstruoso o repudiable del tema del incesto es tomado como un elemento narrativo que corresponde a lo abyecto según la idea de Julia Kristeva o lo Unheimlich en las teorías de Sigmund Freud
En el caso de las mujeres de los mundos narrativos de Mariana en la Tigrera (1996), se puede detectar que parte de lo que las constituye en su papel de víctimas, es el silencio, la resignación y la complicidad con que sellan la posibilidad de romper con el círculo vicioso de la violencia.
En el discurso narrativo Ana María Rodas está presente el tema de la violencia como forma de vida de la sociedad guatemalteca. Por eso decidí estudiar “No hay olvido” (Mariana en la tigrera 1996) que puede resumirse así: un hijo mata a su padre en un acto de venganza porque el padre violaba a su propia hija. Al final, Linda (la hija) como una manera de “reconocimiento”, en el sentido de premiar, dar ánimo o apoyo fraternal, reconoce como héroe a su hermano justiciero, lo seduce y se le entrega sexualmente. El mundo narrativo del cuento está dominado por resentimientos, trastornos sicológicos, violencia, odio, seducción y contradicción. Carlos, el parricida, trama la muerte de su padre y cuando la ejecuta se libera con el disparo y con la frase: “―Por haber hecho mierda a Linda.” (31) Pero al final de la narración, la familia reinaugura el ciclo del incesto. Desde esa perspectiva es una familia moralmente destruida, dada la falta de perspectivas para romper con la tradición que impone el padre.
En el cuento, lo monstruoso, como “polo de atracción y de repulsión”, no tiene una representación material escatológica (sangre, secreciones, lágrimas, etc.) Más bien, la abyección se concentra en el horror, el asco y los momentos de violencia límite que acarrea el incesto como parte de la complejidad de las relaciones familiares. El deseo de matar al padre se incuba en el corazón de Carlos de una manera tan insana o desequilibrada que iguala o supera el mismo acto del padre que abusa de la hija adolescente.
Podemos denominar a ese sentimiento de los hijos por el padre y de los padres por los hijos como lo Unheimlich, según Freud:
Lo siniestro [unheimlich] emanado de complejos reprimidos tiene mayor tenacidad y, prescindiendo de una única condición, conserva en la poesía todo el carácter siniestro que tenía en la vivencia real.
O como lo abyecto, que según. Kristeva,
Es lo rechazado de lo que uno no se separa, de lo que uno no se protege como de un objeto
Para Carlos, matar al padre es un problema que fluctúa entre el acto irracional o fuera de la lógica moral, y el acto justiciero que lo obliga a detener a su padre, aunque Carlos ama a su padre y no puede alejarse y salvaguardarse de él, tiene que matarlo, y este parricidio funciona como un mecanismo de ruptura con la realidad circundante. Un rompimiento que a fin de cuentas no se da, sino que marca una continuidad. Carlos repite el acto incestuoso protagonizado antes por su padre. El odio del hijo hacia el padre se desarrolla de manera compleja. El padre nunca agrede al hijo sino que le dice que lo quiere, es más le confiesa “la verdad” en circunstancias que la memoria de Carlos olvida.
El padre lo miró dolorosamente, le cogió una mano entre sus manos de venas abultadas y Carlos no pudo retirarla. No quiso retirarla. Sentía mucha aprensión ante la posibilidad de estar afuera. (35)
El asesinato o “ajusticiamiento” del padre consumado por el hijo se puede tomar como algo claramente abyecto. Al respecto dice Kristeva:
Todo delito, en tanto señala la fragilidad de la ley, es abyecto, pero el delito premeditado, el asesinato tortuoso, la venganza hipócrita lo son más aún porque redoblan la exhibición de la fragilidad de la ley (Kristeva, 114)
Linda, que tiene doce años cuando Carlos se entera que es abusada por el padre, sobrevive a la perversión del padre con el silencio, no le cuenta a nadie lo que le pasa. Es una niña acomodada, con carro, chofer y servidumbre. No tiene ningún tipo de problema político o económico. Es una niña que nunca llora, quien llora es el hermano: “El alzó su rostro agonizante y la abrazó y lloró durante un rato” (37)
A pesar de que Linda calla para proteger a la madre “débil”, ella se considera a sí misma y a su hermano como fuertes “Vos y yo somos los fuertes” (38), le dice a su hermano. Es decir, las diferencias entre la madre y la hija están marcadas en una división binaria fuerte-débil. La madre es la otra, “la débil” y Linda es, a la vez, la otra de la madre. Pero de todas maneras, a Linda la fortaleza o la valentía no le sirven, lo que usa son las viejas artimañas estereotípicas asignadas a las mujeres por el orden patriarcal: la seducción y la manipulación. Linda encanta a Carlos, su hermano, con su pose de “virgen dolorosa” (40). Ella no es capaz de matar con sus propias manos al padre violador, ni siquiera hay un acto de desprecio al padre, más bien hay un apaciguamiento de su conducta después que el padre la usa sexualmente. No llora, no grita, no patea, no intenta atacarse a sí misma, se queda con el “rostro encendido” sin decir palabra. Cuando llega a hablar tiene el deseo implícito de seducir al hermano, convencerlo para que mate al padre.
Linda adopta un papel de espectadora durante el desarrollo del relato, especialmente con respecto a la conducta del hermano que agrede y quiere matar al padre para vengarla. Aunque la niña no está presente cuando el hermano mata al padre, era algo que se había gestado entre ellos de manera cómplice. Es muy importante remarcar que no está claro el momento en el cual Linda se entera o se vuelve consciente de que es una niña abusada por su padre. De la lectura puede deducirse que Linda se da cuenta de su situación hasta que aparece la figura masculina (el hermano) para enterarla:
La primera vez fue cuando él tenía catorce años. Linda no podría haber tenido siquiera doce, y sorprendió al padre con ella sentada en el regazo, pasándole despacio las manos por los muslos. La niña tenía los ojos encendidos y las piernas separadas.
[…]
―¿Qué te hizo el desgraciado?
―Lo que me hace siempre. (32)
Surgen en este punto algunas interrogantes: ¿realmente se da cuenta de que es abusada o ha aceptado Linda un rol de intercambio sexual, sin percatarse de ningún poder emancipador propio? ¿Acepta ser un objeto de uso y deseo?
En realidad, la “emancipación” de Linda solamente se advierte gracias a la mirada masculina del hermano. El punto de vista narrativo omnisciente deja ver que es él quien la reconoce como la víctima. De esta manera la emancipación como proyecto no se da como propio (de Linda) o quizá sí se vuelve personal pero como proyecto administrado por un “libertador” masculino. Algo interesante es que las novelas nacionales escritas por mujeres en Centroamérica, con escasas excepciones, carecen o no incluyen a una mujer libertadora .
Linda observa desde lejos el pleito entre padre e hijo como si fuera algo ajeno, su voz como agente liberador no se escucha. Sin embargo parece alimentar con sus actos seductores, manipuladores el deseo de Carlos por poseerla y por matar al padre.
Antes era peor. Pero no, para qué te voy a contar. Ya pasó. Está pasando. Y dentro de poco podremos hacer algo. (38)
Aunque Linda usa sus posibilidades de ser objeto de uso sexual para conseguir la venganza [el consentimiento (consent) le da algún grado de poder], de todos modos ese acto no lo hace como autogestión personal que la beneficie suficientemente como para liberarse del poder patriarcal.
En la terminología de Kumkum Sangarí , una de las formas de “empoderamiento” es el consentimiento (consent) el cual se refiere al logro de ciertas mujeres que pactan con los que tienen el poder y obtienen ciertas cuotas de beneficio. En cambio agencia (agency) implica una iniciativa organizada de sujetos comprometidos con la justicia social y la igualdad de derechos.
En el relato “No hay olvido” puede verse claramente la tensión entre consent y agency pues las mujeres caben como sujetos de la aceptación o el consentimiento de las reglas patriarcales. Aunque el consentimiento les da algo de poder, muchas de las figuras femeninas de Rodas no consiguen manejar o apropiarse concientemente de una cuota de poder para agenciar espacios de autorrealización a favor de cambios en la estructura de dominio genérico. Para crear alternativas de agencia o agency ellas podrían, primero, acomodarse dentro de los roles que el sistema patriarcal les ha asignado [aceptación del papel de subordinada o dependiente (consent)] para luego obtener a cambio de ese consentimiento ciertos beneficios sociales y culturales.
En la narrativa de Ana María Rodas, el concepto de consent o consentimiento puede ser un elemento que ayude a explicar los mecanismos de algunos grupos subalternos frente al dominio patriarcal, es decir una especie de colaboracionismo con el poder a cambio de una cuota. En su libro de cuentos, Rodas representa muchos de los complejos neuróticos que afectan a la oligarquía centroamericana como clase que ejerce dominación, más que hegemonía sancionada por métodos democráticos. Las oligarquías centroamericanas han sido incapaces de crear hegemonía, y han dominado a las culturas otras, o subalternas, por medio de la violencia, particularmente en Guatemala, por medio de la violencia de Estado.
Por otra parte, el silencio de Linda deja un territorio abierto para otras formas de lectura, una de ellas puede ser la propuesta metatextual (o metaenunciativa), es decir, que el relato se propone como parte de su estructura conceptual, representar el espacio al cual ni la voz narradora (omnisciente) tiene acceso, espacio en el cual solamente Linda es dueña y señora. Habría que reconocer entonces, el valor simbólico del silencio.
Otro aspecto importante del cuento, que no puede pasar inadvertido, es el papel de la madre. Hay una completa falta de comunicación entre la madre y los hijos. Linda calla, el silencio es la respuesta a las interrogantes de la madre:
―Contame por qué rompiste todo en el cuarto de la nena.
Silencio.
―La nena no me ha querido decir nada. ¿Qué tenés? ¿Qué te pasó? Y trató de acercarse, pero la raqueta le rozó el pelo sobre la frente. Le dio miedo, sobre todo por la cara negra del hijo que parecía dispuesto a saltar sobre ella para deshacerle los sesos. (33)
La madre es una figura casi invisible, no tiene ningún poder, sus alternativas se ven reducidas a la evasión.
El padre se mantenía borracho y esta vez era él quien hacía viajes periódicos al hospital. La madre, temerosa de echarlo a perder todo, se iba a la calle y él [Carlos] se quedaba solo con Linda. (37)
Las salidas de la madre propician el ambiente en el que el deseo protector que siente Carlos hacia su hermana es sustituido por el encanto erótico sexual. La madre es un personaje que no actúa, no se entera. La acción más violenta que protagoniza es cuando cachetea al hijo, después le da “un ataque de nervios”. La conclusión de los hijos sobre la madre es que ella es “muy débil”.
En el mundo narrativo de “No hay olvido” hay una falta de alternativas al problema del incesto porque incluso la “institución mental”, que representa el sanatorio no es capaz de descifrar el silencio y el odio hacia el padre, el problema simplemente se adormila con tranquilizantes pero no se cura.
Por otra parte, ciñéndose al texto, el problema pertenece a la esfera de lo privado de una familia guatemalteca particular. Pero es posible encontrar en el relato, una representación alegórica de la nación, es decir, una representación de la esfera pública, si recordamos el argumento de Fredric Jameson , en el tercer mundo las narrativas individuales son alegorías nacionales.
Leído desde esta interpretación, en el cuento de Rodas, la familia es la nación, el padre es la oligarquía dominante. El hijo es la “nueva” alternativa o el sistema de dominación del momento, la llamada “transición democrática”, que a fin de cuentas hereda como una continuación la violencia de Estado, característica de los modelos de dominación del país. El discurso se vale de la representación alegórica del relato para decir que a pesar del supuesto cambio, ni la antigua oligarquía ni el nuevo sistema de dominio (ni el padre ni el hijo) logran articular la representación política y cultural de los dominados. La madre y la hija representan la falta de comunicación y alianza que garantizaría la agencia de cuotas de poder y representación de los grupos subalternos dominados por el Estado. La capacidad que tiene la hija adolescente de acomodarse al modelo patriarcal le permite adquirir cierto poder de manipulación sobre el sistema que la domina, pero debido, quizás a la falta de conciencia (sobre su propio poder “consentidor”), no le funciona como una herramienta para independizarse de ese sistema.
En el sentido alegórico del relato, puede estar sugerida además una crítica con respecto al problema de la ciudadanía, en el sentido de que en las familias centroamericanas, tradicionalmente símbolo y base de la nación (no del Estado), no hay una preocupación por usar de manera efectiva a la “institución mental” [en el relato es el sanatorio como símbolo de la disciplina “cívica” que proviene del Estado], es decir, los derechos civiles, jurídicos y políticos que le corresponden a la familia. La familia fuera de las épocas de elecciones, es vista por los grupos hegemónicos (políticos e intelectuales dominantes) como símbolo folclórico, como “el pueblo” (sufrido, alegre, servicial, sojuzgado) como una marca perpetua que no deja ver a un grupo legalmente compuesto por ciudadanos, con plenos derechos de liberarse ya sea de la pobreza económica o de la violencia de Estado. En el cuento se trata de una familia burguesa, y los empleados que atienden a la familia podrían constituir la presencia del pueblo subordinado. Puede considerarse entonces, que la familia al no reconocer sus derechos o no hacer uso de ellos, y a pesar de que tomen como recurso el centro de atención sicológica al que asiste el joven enfermo, deja de ejercer su calidad de ciudadanos y se vuelven sujetos que están fuera del espacio legal.
Finalmente, “No hay olvido” es un título que vale por sí mismo, porque en él, el discurso narrativo de la autora representa la violencia como forma de vida propiciada por el Estado y resguardada por el consentimiento de las mismas mujeres, que dominan el espacio íntimo de la familia, algo que no puede “olvidarse”, o dejar pasar inadvertido.


***Una versión completa se puede consultar en la base de datos del CIICLA.

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