Viernes 26 de febrero de 2010
Días anteriores mi madre me había comentado que estaba preocupada por un sueño que había tenido en el que regresábamos a Nicaragua. El viernes 26 hablamos con ella y con mi papá vía skype para tranquilizarlos y decirles que todo estaba bien. Samuel, mi hijo menor, estuvo parlanchín pero no quiso contarles la horrible pesadilla que había tenido esa mañana. En su sueño había visto cómo los edificios caían, se derrumbaban y él no podía hacer nada, había mucha gente muerta. Yo le dije que eso le pasaba por andar jugando tanto nintendo, que no tuviera miedo, que había que estar contentos de estar en Santiago y que mañana sería un día duro. “¿Por qué va a ser un día “duro”, mamá?” me dijo. Y yo, “porque vamos a comprar de una vez todos los útiles escolares y los uniformes para la escuela, y vamos a estar muy cansados.”
Al fin los niños se durmieron y yo bajé al piso inferior y me dediqué a seguir escribiendo mi novela. Estaba llena de entusiasmo y de ideas. El compromiso con mis hijos me hizo buscar la cama a eso de las 12:49. Busqué a mi esposo, nos divertimos un poco con una página de internet donde los chilenos ridiculizaban a Arjona.
Apagué las luces excepto la del pasillo, porque a los niños no les gusta la oscuridad. Nos dormimos pensando en lo que haríamos al siguiente día.
Sábado 27 de febrero de 2010. Día del terremoto
A eso de las 3: 30 de la madrugada, las ventanas crujían de manera violenta, me tiré de la cama y fui a buscar a los niños. El más pequeño, Samuel, gritaba aterrorizado. Ángel, el mayor de diez años despertaba pesadamente mientras el techo de su cuarto empezaba a descascararse.
El tiempo era como lento y pesado, no me daban las fuerzas de mis piernas para caminar hasta las escaleras, sin embargo las cosas se caían y despedazaban cada vez más rápido. Un ruido ronco y pesado, como un rugido grotesco comenzó a apoderarse de todo. Los objetos de vidrio y porcelana caían hechos pedazos, las mesas eran sacudidas violentamente contra las paredes, los azulejos de los baños salían disparados y se hacían añicos, la tapa del tanque del inodoro fue catapultada hacia el techo y luego cayó resquebrajándose contra el piso. Mi esposo me decía que bajáramos, que saliéramos rápido mientras yo le decía que no, que nos quedáramos en ese mismo lugar. Yo pensaba que el piso donde estábamos se desplomaría sobre el piso de abajo y que las escaleras se estaban desprendiendo… Rogamos a Dios Todo Poderoso y a la Virgen de Cuapa que nos protegiera, rezamos, imploramos y nos abrazamos los cuatro. La luz se fue y la parte más dura comenzó, el piso tronaba y la fuerza invisible nos empujaba con violencia contra todos lados. Solamente me imaginaba cayendo en el vacío entre escombros. Los armarios se partían y lanzaban las separaciones hacia cualquier lado. Pedazos de pared caían al piso de abajo, y también del techo del piso donde estábamos.
De pronto parecía que se detenía un poco, ya solamente caían algunas cosas que se hacían pedazos contra el piso. Yo cargaba al pequeño, y Leonel se aferraba a la mano de nuestro hijo mayor, corrimos lo más rápido que pudimos, las luminarias caían, pedazos de pared, arena y piedras nos llovían sobre las cabezas, las escaleras entre el quinto y el primer piso me parecían un caballo salvaje, furioso, sobre el cual teníamos que marchar. Escuchábamos gritos de gente atrapada. Llegamos a la salida, descalzos y sin abrigos, pero la penumbra del interior al menos terminó, afuera la luz de la luna llena nos dio esperanza. Habíamos salido del infierno.
Las piernas me dolían como que me habían dado puñetazos durante todo un día. Los músculos me temblaban y me dolían, estaba engarrotada. Mis piernas, aunque estaban calientes, eran atravesadas por ríos de hielo seco granulado. El estómago me dolía como que me iba a reventar por dentro. La columna vertebral la sentía como atravesada por una aguja fina de acero frío. Todo mi cuerpo tiritaba de pavor.
Samuel necesitaba sus pastillas y su puff para el asma. Pero ahora no sabíamos qué pasaría. Estábamos en la mitad de la calle.
Al rato salió una pareja con su bebé. Era la primera vez que nos hablábamos. De pronto, tras la relativa calma de algunos segundos comenzó a tronar y la gente de los edificios de enfrente de 24 y 20 pisos gritaba por ayuda, rogaban que los ayudaran a salir, estaban atrapados en los elevadores o en sus cuartos. En el mismo edificio nuestro una señora gritaba que no podían salir porque la puerta se le había trabado. El muchacho que había salido junto con nosotros, Marcelo, fue lo suficientemente valiente y fuerte como para regresar al edificio y romperle la puerta a la familia que estaba atrapada. Al fin vimos como poco a poco empezaron a salir.
Luego, los quejidos y las pedidas de socorro cesaban, pero cuando volvía a temblar se activaban, y nosotros no podíamos hacer nada.
Sin familia en Chile, sin amigos, sentimos que estábamos desamparados. No sabíamos todavía la dimensión de la catástrofe. Y así en el frío intenso de la madrugada esperamos con incertidumbre que llegara el día.
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