No tengo fotos de mi niñez, y me habría gustado tener una foto de aquel
día en que casi enloquecimos de tanto jugar. Pero tengo en la memoria casi como
una foto viviente, casi siento las cosquillas que duelen como garras picosas
entre mis costillas y el estómago. Ese día nos habíamos quedado solos, pero nada
más por un rato. Mamá estaba en el trabajo y papá había salido a pesar del
toque de queda. No sé si llevaba una bandera blanca, pero era lo más seguro. Lo
imagino ahora en una foto polaroid en sepia, borrosa: mi padre levantando una
bandera blanca hecha de la mezcla de un palo de escoba y un pañal de gasa de mi
hermana bebé.
En la cocina, hecha de tres pedazos de piedra cantera entre gris y negro
de tanto hollín, se entrelazaban unas ramas secas, casi como abrazándose unas
con otras para protegerse de algo, quizá del frío porque allí en esa cocina no
ardía ni una chispa. ¿Y para qué íbamos a encender el fuego? Para qué si no
teníamos nada más que agua y sal. Por eso fue que mis hermanitos menores y yo
inventamos un juego con tal de olvidarnos del hambre. Yo, la mayor, la más alta
y más gorda era Godzila, mi hermanito menor encajaba bien en el rostro y
estructura ósea de Godzuki y entre los dos luchábamos por acabar con los planes
de nuestra terrible enemiga, nuestra siniestra hermana bebé: Dragobaby.
Pasamos más de media tarde jugando hasta que apareció papá, se le veía
una expresión feliz en el rostro. En la mano izquierda traía un par de bolsas
con lo que imaginamos carne de pollo y aceite vegetal. Mientras él abría la
puerta, nosotros —bañados de sudor y mugre líquida— interrumpimos bruscamente
nuestro juego, nos quedamos boquiabiertos, fascinados con lo que imaginamos la
cena. Ni siquiera saludamos a papá, ni siquiera nos alegramos de que hubiera
podido regresar sano y salvo, simplemente chillamos con todos nuestros pulmones
y empezamos a arreciar las cosquillas, los brincos y los soplidos ultrasónicos
contra la pancita de Dragobaby, simulábamos un ataque entre ultrasónico y
pedorrífico o algo así. El entusiasmo nos aceleró el corazón y disparó
enfermizamente en nuestra imaginación teleformada el desafío de una batalla
espectacular, una nunca antes vista, una nunca antes vivida. «Grrrrrrr,
Grwwwwwrrrrrrr, Prrrrrrrrrrrrrr, Ptssssh, Flasssh, Flassh… ¡Bummm! ¡Bummm!»
Mientras tanto, papá encendió el fuego auxiliándose de un plástico
derretido. Al instante las ramas empezaron a arder e inmediatamente papá dejó
caer sobre la sartén una docena de cabezas de gallina. El aceite sobrecalentado
explotaba con furia, olía y freía las crestas y los cuellos blancuzcos de las
aves. El olor era tan poderoso que nos arremolinamos cerca de la cocina. «Aléjense,
se pueden quemar» advirtió papá, pero nosotros horrorizados no nos movíamos, ni
siquiera hacía falta mirarnos unos a otros con complicidad, simplemente aquella
escena nos acababa de matar el hambre.
Ese día jugamos mucho, creo que fue uno de los días más salvajes y
divertidos de nuestras infancias, es verdad que no comimos nada, pero esa noche
en sueños vimos aparecer una extensa lluvia de piernitas de pollo fritas cayendo
sobre nuestras cabezas.
Comentarios
me agrada ver que tu escritura ha mejorado mucho. lastima que pocas personas puedan leer tus escritos